#Opinión Por: Jorge Kahel Ruizvisfocri Virgen.
En días pasados asistí al Encuentro Nacional de Agrupaciones Juveniles organizado por
IMJUVE, donde nos reunimos casi 100 jóvenes representantes de colectivos y asociaciones de la sociedad civil. En este foro de participación me encontré con cierta ironía, pues muchas quejas fueron sobre la falta de participación. Conversando con colegas del norte o del sur, sin importar las temáticas que trabajáramos, todos veíamos la misma falta de interés de la juventud mexicana en activismo y participación social.
Lo triste de esta percepción es que no es errónea. El Índice Nacional de Participación
Juvenil señala que en 2014 la participación de jóvenes en organizaciones de la sociedad
civil era de 7 por cada 10 involucrados, y 5 de cada 10 tomadores de decisiones eran
jóvenes. Dos años después los resultados retrocedieron. De acuerdo a los datos del índice de 2016 únicamente 4 de cada 10 involucrados en organizaciones de la sociedad civil eran jóvenes, mientras que solamente 1 de cada 10 tomaba decisiones.
Esto lo podíamos observar con facilidad, pues muchos de los rostros que veíamos eran
conocidos de programas anteriores, mientras que aquellos que no conocíamos no eran muy diferentes de nosotros. El perfil del participante promedio del encuentro, así como de la sociedad civil en general responde a jóvenes y adultos jóvenes de clase media con acceso a estudios universitarios, orientación política liberal y cierta solvencia económica.
¿Por qué sucede esto? Yo tengo dos respuestas: la falta de cultura participativa en nuestro país, y las condiciones de vulnerabilidad en las que viven muchos jóvenes.
La educación cívica en nuestro país, que se imparte durante la enseñanza básica, sirve para todo, menos para crear un espíritu cívico de participación. Observando los altos niveles de abstencionismo electoral, la pérdida de interés en actividades de participación ciudadana y la falta de sentido comunitario entre los jóvenes, es posible inferir que la educación cívica y ética del programa educativo no cumple con sus objetivos de manera cabal; pues en ningún momento se inculca la importancia del ciudadano y su participación dentro de la sociedad.
Muchas veces el “¿Para qué?” que antecede al “no participaré” no existiría si actuáramos
pensando que podemos alterar las cosas. (Igual descubrimos que con un poco de crítica y acción la posibilidad de cambiar una situación no es inalcanzable)
Sin embargo, esta situación se agrava por la vulnerabilidad de los jóvenes en nuestro país; pues somos la población con menor acceso a la seguridad social, mayor tasa de desempleo por grupo de edad y mayor incorporación al mercado laboral informal. Así muchos jóvenes no estamos en condiciones para participar, ya que las carencias a resolver chocan con el tiempo limitado que podemos invertir, de modo que la mejor opción es actuar para satisfacer nuestros intereses y necesidades personales antes que defender causas o apoyar banderas sociales.
De este modo la participación en actividades de la sociedad civil se ha convertido en un pasatiempo para quienes pueden solventar sus necesidades y tienen habilidades que les permiten acceder a beneficios del sector público y privado. Muchos proyectos desde las organizaciones de jóvenes se enfocan en volver a los jóvenes cultural y económicamente independientes, pero no tratan de abrir puertas para que otros en situaciones desventajosas puedan adquirir voz. En la búsqueda de resolver problemas y carencias convertimos a nuestros colegas jóvenes menos favorecidos en objetos de proyectos más que en individuos que no están accediendo a las mismas oportunidades.
Espero ningún joven activista se tome a mal estas líneas, pues el trabajo que realizan es valioso. Pero no es suficiente. Mientras no existan cambios en la situación de desigualdad y no se construya un sentido de ciudadanía desde la educación, la apatía juvenil será nuestra eterna realidad.
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